martes, 14 de abril de 2015

Azul Caribe


Este fin de semana pasé un día en Colonia del Sacramento, en Uruguay. No es la primera vez que voy (a Colonia fui en diciembre con mi novio, durante la primavera; a Montevideo, en el 2006 con mi familia), pero sí la primera que llego sola.
De por sí, de unos años para acá he perdido la costumbre de viajar sola. De hecho, la última vez que lo hice, en agosto, no creo que cuente: del otro lado del continente me estaban esperando.
Claro, aunque tengo el músculo oxidado, no era lo suficiente como para olvidar que la cuestión de viajar solo es que lo que tienes en la cabeza, ahí se queda – y más aún cuando no hay Wi-Fi cerca para tuitearlo.
Lo cierto es que iba caminando por la costa… y de repente, viendo el Río de La Plata, me agarró esta cosa extraña que no estoy acostumbrad a sentir: nostalgia.
Pasa que el Río de La Plata, delta al fin y por tanto en movimiento perenne de montones de ríos, es gris y turbio, tanto en Colonia como en Puerto Madero… y yo estoy acostumbrada al Caribe, a mi Caribe, donde el agua es azul celeste, siempre cristalina y caliente.
No me malinterpreten: no soporto la playa. Odio la arena, me molesta sentir el sol picante en la piel y me gusta ver mi piel pálida en el espejo, sin rayas de tonos distintos por el traje de baño.
Pero sucede que si hay un puntico geográfico en toda la bolita de mundo que me tranquiliza y me despierta sensación de hogar es ese azul Caribe, justo el que se ve cuando un avión llega o sale de Maiquetía, sobre todo en horas del mediodía.
En La Guaira, el horizonte es difuso: se necesita de poca a inexistente imaginación para ver cómo el mar se mezcla con el cielo en un día claro. A lo lejos no hay separación… pero eso no ocurre acá en el Sur, donde el río que divide a Argentina de Uruguay tiene bien definido que es río, mientras el cielo es cielo.
De niña, el azul Caribe de La Guaira (sí, Azul Caribe es un color propio) significaba ir a la playa con mi tío y mi primo para luego llegar a casa de mi yaya en Caracas; de grande, Maiquetía era donde me volvía a encontrar a mi padre y a mi hermanito.
Yaya murió en el 2011, tío en el 2012 y mi padre y mi hermano no viven en Caracas desde hace un par de años: para mí, hace años que Caracas perdió atractivo, y las últimas veces que fui sólo sentía el peso de la inseguridad y cómo los nervios se me hacían confeti.
Pero La Guaira, el azul de La Guaira, para mí sigue teniendo ese mismo significado de tranquilidad, de reencuentro – y hasta cierto punto también de volatilidad, porque parte de la magia de ver el Caribe desde el avión era que significaba un viaje: fuera llegar a ver a la familia o salir a conocer otros sitios nuevos y maravillosos.
Hay mejores playas en Venezuela, sin duda, pero no todas son, al mismo tiempo, conexión con mundos distintos. Hoy Maiquetía se ha convertido en el lugar deprimente donde se despiden familias todos los días de la semana, pero habiendo vivido en el interior del país toda mi vida decido quedarme con otro recuerdo: el lugar donde empezaban las visitas y los viajes.
Caracas, excepto contadas personas, está como vacía: no siento que dejé nada pendiente en la ciudad que me vio nacer. Pero creo que con Maiquetía, con el azul de La Guaira, no me va a pasar eso nunca – y empiezo a pensar que, quizá, uno en las dos maletas en las que se trae toda la vida también carga los colores de la infancia.

Pero yo qué voy a saber de esa vaina, si ni sé sentir nostalgia.

Nota: Sí, el texto de la foto es absolutamente ridículo, pero fue en ese punto del centro de Colonia donde me puse a pensar en el azul Caribe y se me ocurrió este post. Yo no pedí nacer.

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